A veces pensaba que debería aprovechar su tiempo en escribir. Tenía algunos proyectos vagamente dibujados en su cabeza: una novela, un par de ensayos y algunos cuentos que le hubiese gustado terminar. Y aunque en esas ocasiones sentía como un deber escribir tal novela, sabía que no la haría pues creía de antemano que esta no sería publicada y que en el mejor de los casos decía que el mercado literario ya estaba excesivamente abarrotado de narraciones y descripciones auto referentes. Las soledades, las nauseas, los cronopios, extranjeros, los túneles, los guardianes, los absurdos y todas sus imitaciones eran ya producidas masivamente, de la misma forma que nuestra sociedad creaba las circunstancias para que miles de lectores pudiesen identificarse con la desdicha y el orgullo de sus protagonistas. No le gustaba escribir porque no quería formar parte de ese viejo coro cuyo eco no era más que el estéril lamento, un quejido incapaz de romper la fragilidad del silencio. Escribir no era la solución, el vacío y su sombra seguían dando vueltas por calles y la literatura o el arte en general no se merecían el altar en donde se encontraban, solo habían usurpado el lugar de las religiones y las viejas ideologías.
Por eso cuando escribía lo hacia solo por escribir. Raras veces terminaba alguno de los proyectos que emprendía. Con los trabajos de
No solía considerar todo aquello como un defecto, más bien pensaba que la esencia de lo que hacía estaba en su fugacidad, como la del sabor de una pera, en el placer de la creación y no en el posible mensaje que pudiese esta petrificar en la conciencia de un supuesto lector. O en su propia conciencia.
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