Para I.M.
Llevaba tres años encerrado. No saldría hasta que terminara de escribir algo. No dormía, apenas si comía y raras veces compartía alguna charla. Era una de las personas que necesitaba describir la sublime soledad de nuestras jornadas, necesitaba denunciarla y trascenderla para así anularla a través de la palabra. Pero no podía, todo relato que tejía terminaba inconcluso ante la desesperación de infinitas páginas en blanco.
Luego se deprimía ante la emergencia de viejas ideas que surgían bajo el auspicio de una impotencia cada vez más patente. Repetía la premisa de Lavoisier que señalaba que nada se crea o se destruye sino que simplemente se transforma y esta ley de la química la aplicaba a su incapacidad de crear ficciones, señalando que era imposible crear un mundo lleno de colores e ilusiones a partir de una existencia insípida y vacía. En las noches, irritado por la sobredosis de café y coca cola gritaba que nada se crea desde la nada y terminaba despotricando contra la filosofía, la entropía y la monotonía.
Comencé a visitarlo hace un año. Le comento las ultimas novedades de la guerra, le cuento sobre los avances y retrocesos de los rebeldes, las atrocidades en las que han caído ambos bandos y lo que se sufre bajo la ley marcial. Paso las tardes enteras narrándole con la mayor cantidad de detalles las noticias del frente. No sé por qué lo hago si todo lo que le cuento parece no interesarle, pues solo se preocupa de aquello que puede interferir su escritura diaria. En marzo cuando los rebeldes asediaban la ciudad, las casas retumbaban ante el fuego de la artillería y los hospitales se atestaban de mutilados, se limitaba a maldecir contra el gobierno y los rebeldes porque estos quebrantaban la paz que él necesitaba para poder escribir tranquilo. Incluso cuando se disputaban el control de cada calle y se escuchaba el estruendo de las metrallas a través de la delgada muralla, lo único que hacia era mover la cabeza en señal de desaprobación. Me asombraba el hecho de que aún en le peor de la batalla permaneciera absorto en algunas de las paginas que permaneciera inconclusa.
Un día le pregunte para qué escribía. Me respondió en tono seguro que lo hacía para que las bibliotecarias recuerden su nombre. Replique que con suerte quedarían bibliotecas en pie después de la guerra, solo para que el me lanzara una carcajada y dijera que siempre van a existir bibliotecas, que estas estaban curadas de espanto contra la guerra.
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