Iván Ilich fue, pues, a
casa del doctor. Todo ocurrió como esperaba, es decir, como acontece
siempre: la espera, el aire de importancia afectada del médico, que
Iván Ilich conocía tan bien; la auscultación y las preguntas que
exigían de antemano unas respuestas determinadas y evidentemente
inútiles, así como la expresión significativa que parecía decir
que no tenía uno más que someterse para que todo quedara resuelto,
que él tenía el medio de arreglar las cosas, siempre del mismo
modo, para cualquier persona que se presentase. Todo era exactamente
igual que en el Palacio de Justicia. Lo mismo que él adoptaba cierta
actitud ante los acusados, el doctor la adoptaba ante él.
El médico dijo a Iván
Ilich que tal y cual cosa indicaban que padecía de tal otra, pero
que si los análisis no lo confirmaban, sería menester suponer que
padecía otra enfermedad. Y si se hacia esta hipótesis entonces... A
Iván Ilich sólo le interesaba la siguiente cuestión: ¿su
enfermedad era grave o no? Pero el médico lo ignoraba y opinaba que
era inútil y que no se debía dilucidar. Era preciso averiguar, en
cambio, si se trataba de un riñón flotante, de un catarro
intestinal crónico o de una enfermedad del intestino ciego. No se
trataba de la vida de Iván Ilich, sino tan sólo de saber cual era
su padecimiento.